Había una vez, en un tiempo no muy lejano, una extraña señora a la que se le ocurrió una singular extravagancia.
Se ve, que se enamoró de una serpiente y decidió adoptarla como mascota.
Compró para ella el mejor terrario del mercado. Una vez reunida con ella, la agasajaba como al ser más precioso del mundo.
La sierpe crecía y se hacía, por instantes, más hermosa.
La señora estaba encantada con su nueva vida en compañía. Comprobaba que la serpiente crecía rápido y el acotado espacio del terrario se le quedaba pequeño.
Decidió, ante tal situación, que el animal serpentease a sus anchas por la casa, incluso tomó el hábito de compartir con el áspid su cama.
Las noches, se tornaban deliciosas, en tan ondulante y cálida compañía.
Pero, a partir de un momento dado, la serpiente comenzó a comportarse de una manera algo diferente en el lecho,
hacía cosas que a la buena mujer le resultaban extrañas.
La serpiente, en lugar de enroscarse y ser cobijo, se esforzaba en estirarse todo lo que era capaz; se tensaba hasta adquirir la forma de una recta y de esta guisa se colocaba al ladito de su yaciente y devota compañera.
Pasaron varias veladas en las que la mujer, pasmada, verificaba que esa era la nueva pauta de conducta que había adquirido su tersa amiga.
Una buena mañana, la señora decidió consultar tal respecto con el veterinario.
El veterinario, escuchó con suma atención a la mujer. A continuación, le indicó en tono grave que debía deshacerse lo antes posible de la serpiente.
La señora, pasmada ante tal imprevisto, le preguntó que por qué.
- Señora, ocurre que la serpiente la está midiendo.
- ¿Y qué si me mide?, añadió la mujer
- Pues es que la mide por que quiere saber si puede abarcarla.
- Sigo sin entender...
- Quiere comérsela...
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