No sabría descifrar el misterio que se esconde detrás de su mirada.
Y no comprendo que palabras se encuentran atrapadas sin orden ni concierto en su forzoso silencio.
Cuando vamos a visitarla, al contemplarla tras el cristal, no sabría dislucidar si éste nos separa más que nos une. En cada una de sus caras se refleja un universo diferente. De un lado se proyecta el mundo exterior, donde los elementos matizan y acompañan los días. Del otro, vemos el lugar donde se cuidan a los mayores, huérfanos ahora de contacto físico por parte de sus familias y amigos.
Ha pasado ya más de un año sin que puedan salir a la calle, sin poder sentir como la vida cobra sentido rodeada de su abrazo, sin poder disfrutar de sus besos o de la más nimia caricia. A veces me da la impresión de que el alma, privada de todo contacto físico, se va quedando reseca.
Me pregunto cómo serán sus días. Cómo serán sus pensamientos y su manera de sentir.
A veces pienso que no nos reconoce, que se ha olvidado de nosotros.
Otras veces pienso que está enfadada porque no entiende bien todo esto que está sucediendo y debe de pensar que la hemos abandonado a su suerte.
No sé. Es mejor no pensar.
Lo importante es que nosotros sí la reconocemos y sabemos que es nuestra madre. Y hay una necesidad de grabar en nuestra retina cada instante a través del cristal (lo que nos queda ahora), de verla esquivando reflejos, de escudriñar en su rostro y en su porte como se encuentra.
Me invaden la angustia y la impotencia cuando pienso que no sabemos cuanto tiempo más tendremos que estar así, viéndonos tras el cristal.
Hay quien se empeña en decirnos que eso no es vida (la vida de mi madre), y cuando lo oigo contengo mi rabia y pienso que esa persona dice eso porque no ha entendido nada de la vida y de la multiplicidad de sus manifestaciones. Esos que no saben que sentir su risa tras el cristal merece cada segundo de mi existencia.
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