La primera vez que te vi, fue a lo lejos, te sentía tan llena de belleza. Eras más radiante que el sol que iluminaba tus rasgos. Eras muy hermosa y dulce.
Recuerdo nuestras largas conversaciones a pecho descubierto, las tardes de tibios paseos por la playa infinita, las ganas de escuchar, de auscultar el más mínimo detalle para, poniéndose en la piel de la otra, comprender la vida.
Había en cada pequeño rincón de tu casa una suerte de santuario perfumado por el humo del incienso.
Echo mucho de menos hablar de todas esas cosas de las que no me es posible hablar con nadie más, pues me tildarían de loca. Añoro el ir sin prisas, sin pausas, con muchas ganas de disfrutar el estar juntas.
Echo de menos muchísimas cosas de ti, en primer lugar, la inmensidad del abrazo de bienvenida de cada reencuentro, que tenía su propio tempo y espacio y que siempre sabía a gloria bendita.
Recuerdo los momentos de meditación con las cartas del tarot y que no he vuelto a practicar desde que tú te marchaste.
Añoro los paseos entre los frondosos y centenarios ficus de raíces aéreas, perder la vista entre los miles de colores de las flores, aprender contigo el nombre de las cosas que realmente merecen la pena.
A la noche, el tiempo se detenía y viajábamos a otras dimensiones, con la garganta templada por el delicioso ron miel y el espíritu ligero, desbordándose de las paredes, expandiéndose hacia el reino del silencio. La madrugada nos sorprendía viéndonos como realmente somos. Es fascinante ver lo enormes que somos cuando la mirada del alma atraviesa la aparente realidad. En las raras ocasiones que esto sucede, el alma emana belleza verdadera, algo que va mucho más allá de los rasgos físicos, de las palabras y de la materia.
¡Es tan sencilla la existencia cuando la compartes con la persona adecuada!.
Con la persona adecuada acontece el instante brillante entre dos almas cómplices, entonces, los silencios son tan deliciosos como las palabras.
Estar contigo era sentir la hermandad plena, esa que une más allá de los lazos de sangre.
Tú estabas hecha de otra materia distinta a la que conforma el común de los mortales. Ni el más terrible dolor lograba exiliar la sonrisa de tu rostro. Nunca perdiste el interés hacia nuestras cosas y penurias cotidianas.
Cuando te dijeron que no podrías comer nada, comenzaste a escribir recetas de cocina de deliciosos platos y así (imagino) construías con tu mente todas las cosas que eran límites severos para tu cuerpo físico.
A mi, quizás desde mi ignorancia. se me partía el alma al verte así, con tu cuerpo diezmado por la enfermedad y, a la vez, con esa fortaleza interior pugnando por mantenerte en este mundo. Nos dabas ánimos para resolver los problemas o cosas que te contábamos (como si tuviese alguna importancia cualquier cosa frente al hecho de que la vida, en un doloroso goteo, se escapaba de tu cuerpo).
Decías que te gustaba mucho el color lavanda suave, que te hacía mucho bien verlo. Así te regalé las sábanas más bonitas para que cuando abrieses los ojos te encontrases envuelta en tu color favorito, sabiendo que en ellas pasarías los últimos momentos de tu vida.
¡Qué bien olía la semana santa en tu hogar!
Aquí, ahora, resuenan en las calles el sonido de los tambores y trompetas de los músicos que acompañan las primeras procesiones y yo no puedo evitar recordar todas esas semanas santas en tu compañía.
Y los años pasan. Y yo no consiento olvidarte.
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