domingo, 21 de mayo de 2017

El sabor de las espigas



Madura espiga, serena
Es el oro que renace
Al fondo  de un mar antiguo
Tan nuevo que reverdece
En los iris de la madre.


A veces, la luz es tan extraña en sus luces y en sus sombras que es mejor dejarse llevar.
E ir al ritmo lento de la voz pausada, sentir el vaivén de los pulmones que se llenan con el mismo aire templado con hondura; perder la vista en los olores, esponjarse las caricias.

Yo no sé muy bien que cosa es esa de la esperanza.
Las luces extrañas, dejan sin adjetivos los colores.

Verde, porque está ahí.
Desde el silencio aparente, sabia ella lo alcanza.
Y cesa la espera.
Voluntariamente.
Yo sentía esta tarde la esperanza como viajar con rumbo, en el sentir común, con mi familia.

Como cuando éramos niños. Y la vecina cocía, por estas fechas, espigas de trigo especiadas en una olla grande, de las de preparar berenjenas.
Cuando se enfríaban las espigas, las repartía en bolsitas (cuando las bolsas eran un bien escaso y preciado) y nos las daba algunas tardes a los niños para merendar.
En vez de pelar pipas, comíamos espigas. Sí, tan extraño y a la vez común como la luz de hoy, esta luz de tormenta que sabes que nunca se va a producir, porque sólo es un ensayo del cielo para las que vendrán en el verano.

Comíamos espigas. Y si se terciaba,  mirábamos al cielo con luces de tormenta esperando un agua que no llegaba, porque con el agua de mayo crece el pelo. Y nos gustaba mojarnos siempre, pero con el agua de lluvia de mayo, aún más.

Recordaba las espigas hoy, mientras sentíamos el verde.

¡Qué rara es la vida!
¡Y qué hermosa!

¡Qué bonito es volver a ver el verde en los ojos que me dieron la vida!
















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