¿Cómo cuenta en una vida ese tiempo que se quedó exento de recuerdos?
De alguna manera tiene mucho peso su vacío.
Tantos momentos irrepetibles, delante de una hermosa ventana abierta al mundo, sin ver ni descubrir nada, sin sentir nada, sin aportar nada, sin tener fuerzas ni ganas siquiera para erosionar la superficie del instante.
Atendiendo sólo a lo más inmediato: establecer un mínimo orden en el hogar, limpiar, comer, dormir, así un día tras otro de encefalograma plano donde nada trascendió.
Viva, sí, actuando en el gran teatro de la vida, en el que mi lugar se ha visto relegado a un insignificante personaje secundario.
No busco el aplauso, ni el protagonismo. Necesito poco para ser feliz, con una sincera sonrisa sonrisa dibujada en el rostro amado me conformo.
Lo que quiero decir, es que no me salen las cuentas de los días vividos. Hay etapas, de ellas una en concreto, una etapa oscura de la que no tengo recuerdos ni capacidad de evocación de la misma, quizás porque mi cuerpo y mi mente iban literalmente a rastras de mi conciencia.
Días que fueron como una larga espera de un acontecimiento que jamás iba a suceder.
Sin embargo, algo tiraba de mi para poder continuar y no desaparecer para siempre en uno de los pliegues de la ropa de mi cama. Em estos día perdí la capacidad para sentir y hacer muchas cosas (consecuencia de una medicación muy dura), pero no así la capacidad de amor, de sentirlo hasta lo más hondo de mis entrañas.
No quiero más páginas en blanco, si me vuelvo a perder en la espesura, preferiría la muerte.
Quería, probablemente decir que lo he pasado muy mal en ese universo vivido sin recuerdos, sólo tengo de esos años la sensación de angustia vital y desesperación, por no poder dar el ciento por cien de lo que soy.
Tenía muy poquito y así, poquito a poquito fui recuperando la alegría de vivir,
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