Después de toda esta espera, una pequeña espera adicional, esta vez para guardar turno para los abrazos.
Y de repente, por fin cara a cara, toda esa modorra y tristeza en su rostro, que se veían tras el cristal parecen haber desaparecido.
Y respiro lento, para observar sin perderme un solo detalle, de sus gestos y expresiones, de su silencio acompañando nuestras palabras y ademanes de alegría.
Ha sido muy larga la espera de esperar sin apenas esperanza, sin esperar nada, sin saber. Eso lo sabes a posteriori, cuando ves los estragos del tiempo en su rostro y también en los nuestros.
Y ella nos va observando uno a uno, perpleja, sin entender que es lo que ha pasado, porqué antes no, pero ahora sí, estamos con ella.
Y buscamos en el porche exterior del edificio, un lugar para dar rienda suelta a nuestra intimidad, moviéndonos como si de un único cuerpo se tratase.
Y yo no sé porqué soy así, pero todavía no me lo creo, no entiendo que podamos estar con ella, tocarla, cogerle sus manos, los besos todavía nos da reparo darlos sin mascarilla (como si se pudiese dar un beso o algo similar con mascarilla), en esta situación surrealista y extraña a la que nos somete la pandemia. Todo este tiempo de no poder estar juntos arrebatado a nuestra vida, ¿a dónde se fue a parar? Nada. A la nada más absoluta.
Y quisieras concentrar en un instante toda la intensidad vital y retener en la retina cada segundo, cada faceta de su rostro, de su cuerpo, como cuando se toma en brazos el hijo recién nacido, que quieres aprenderte amorosamente todo su ser de memoria. Su cara, su olor, las inflexiones del cuerpo...
Y te vas con una nota de alegría, hermosa y brillante, escondida en el pecho, rogando a dios y al universo que la protejan y guarden por mucho tiempo y dando gracias por este regalo de la vida.