Y las muertes se suceden como un goteo constante, en soledad, en silencio, sin poder contemplar con ese último aliento el rostro amado, sin el calor de una mano a la que aferrarse hasta llegar al final del camino.
Y no se escucha en el campanario ningún tránsito, nada que avise al resto, sin poder recibir antes de la inhumación una pública despedida.
Y se van por decenas cada día, y cuando nos dicen los medios las cifras, se nos hiela la sangre, porque desde este extraño encierro, pensamos que tampoco podemos hacer nada.
Y los que aún viven se pasan el día solos, enjaulados en sus habitaciones, sin un horizonte en el que converger la mirada en otro congénere.
Nuestro mayores desaparecen y nosotros entendemos que lo que ocurre es que se está extinguiendo la voz de nuestra memoria colectiva.
Ya no hay tránsitos, debiera haberlos por cientos. Y así vivimos confinados en una verdadera ignorancia de los hechos.
Pero saldremos fuera, luego de esta primavera que se marchita ajena a nuestra presencia. Más nada volverá a ser como antes.
Y el cielo será más límpido y azul.
Y, a la noche, estará cuajado de recién nacidas estrellas, solitarias estrellas que conmueven nuestras almas con su profundo silencio.
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