Esta tarde, como la mayoría de las tardes, acuden las dos al parque.
La abuela acerca la silla de ruedas de su nieta a la zona de los columpios.
La nieta, quizás alimentada en su ánimo por el rato de diversión que sabe le espera, con un gran esfuerzo se pone de pie y salva los pasos que la acercan al asiento del columpio con mucha alegría.
Una vez se sube en el columpio la niña-mujer, su abuela se retira con la silla de ruedas a un banco cercano, que le permite observar a una distancia prudencial a su nieta.
La niña-mujer ahora pertenece al dominio del aire y del cielo. Se impulsa con una gran sonrisa que no se desdibuja en ningún momento de su rostro.
Recordando algo, frena por un instante; se detiene y saca de su pequeño bolso (que lleva colocado en bandolera) un teléfono móvil. Busca la función reproducción de música y a un volumen moderado comienza a sonar la primera canción. Guarda el móvil con la música puesta dentro de su bolso y ,con más ímpetu si cabe, continua columpiándose a la vez que escucha y canta. Son canciones de verano y así, con los ojos cerrados, cantando y meciéndose al ritmo de la música pasa un rato infinito.
En ese rato de tarde, tarde de vuelo y canto, la niña-mujer olvida las muchas limitaciones a las que le obligan su mente y su cuerpo. Esos momentos en el columpio, constituyen la grieta por la que se escapa su ser de su condición terrena.
Entonces, su cuerpo, desafiando la gravedad con ayuda del columpio y explayándose en la música, se torna liviano.
Entonces, y sólo entonces, todo está bien volando casi a ras de suelo, bajo la atenta mirada de su abuela.
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