sábado, 13 de enero de 2018

No hay silencio que no se anteceda de (demasiado) ruido

Entre miles de voces disonantes, aprendo  a vivir  mi silencio originado por su silencio, a dejar de medir el tiempo de su inevitable ausencia, a pensar que son sólo un reflejo las inquietantes punzadas que a veces siento en el pecho  y que sin previo aviso la evidencian.

Se puede vivir asumiendo que el sol tampoco es el centro del universo. Sí, se vive, y mejor.

Puede ser hermoso ir descubriendo, con el asombro de lo que es siempre distinto y nuevo, la verdadera dinámica de los cuerpos celestes, ahora que ya no quedan más lágrimas que esclarezcan cual es el camino.

A veces sabes que sí, que ya está todo dicho (aunque sea difícil salirse de la inercia de seguir hablando). Lo sabes cuando lo único que recibes desde su silencio son desatinadas palabras, endilgadas nadie sabe a cuento de que.

Es muy extraño cuando, de alguna manera se desprende la costra de irrealidad fraguada en base a deseos insostenibles, se empieza a sincronizar la realidad con las sensaciones y los sentimientos; es estar más alerta, más despierta, descubriendo poco a poco muchos más matices de un mundo desprovisto de centro, percibido como la inmensidad de un privilegiado y vasto espacio.

Es todavía más extraña la sensación contradictoria de alivio-dolor que proporciona soltar los anclajes que cómodamente había ido construyendo respecto de ese centro. Ahora, como en la más remota infancia, queda todo por hacer, lo que no queda es tanto tiempo.

Soltar no para olvidar sino para permitirme ser, para evidenciar la no necesidad de estar condicionada a querer algo que me proporciona un devenir que no depende de mi, y me ha hecho estar durante mucho tiempo fuera de mi. Es ser como era en un principio.

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