Impares y singulares son las almas que habitan el reino de la acompañada soledad y de la tristeza.
Alrededor de mi espacio, al entrar en el interior del recinto, siento las miradas aletargadas por el tedio y el lento pasar de las horas vacías de contenido, pero sobre todo exentas de amor y de cariño.
Siempre dormitando. Cabezada tras cabezada, como si ese estado somnoliento fuese la antesala del otro sueño final, inevitable y certero.
Cuanta impotencia siento, con los grandes olvidados, los ancianos residentes.
Cuantas historias sumergidas y ocultas dentro de cada microcosmos particular, pequeños mundos que apenas son capaces de interactuar con los otros olvidados.
Hoy ella, mi madre, nada más acercarnos a ella mi hermana y yo, se ha puesto a llorar y su rostro estaba vencido por una profunda tristeza. Ella no puede hablarnos, ni contarnos los motivos de tan hondo llanto.
Yo pienso que llora porque tiene miedo. Mi hermana piensa que llora porque no quiere estar allí. Puede que no sea por ninguno de estos motivos.
Quizás su llanto sea la manera de decirnos que somos el único hilo conductor que le queda con la vida y que no le gusta estar sin nosotros. Que ya está harta de pelearse tanto con la vida, siempre entre aerosoles, y con problemas respiratorios, por si no tiene bastante con todo lo demás (que ahora mismo no me apetece mencionar).
Luego de estar con ella un rato bueno, su expresión ha cambiado completamente: el milagro del contacto, del latido compartido, del amor.
Ahora, ya en casa, termina un día más que a cada uno de nosotros nos ha regalado la vida.
Hace un rato, antes de anochecer, los pájaros piaban por todo lo alto y a todo volumen, presagio de calor para mañana.
A veces, aborrezco tener que obligarme a no pensar para poder continuar, para poder apenas digerir aquello que es incomestible. Continuar, pero ¿a qué precio?
Hoy fue un día tranquilo de comida en el campo, rodeados de verde esplendor y de vida efervescente.
Después no hubo siesta ni fiesta, sino visita a mi madre.
Pero la comida se ha quedado ahí dando vueltas sin digerir. Todas esas cosas que no quiero pensar se transforman en emociones incontrolables que dañan mi cuerpo.
No. Yo tampoco quiero que mi madre esté ahí. Ni verla así. Ni verla llorar.
Y sin embargo, no hago nada por cambiar. Voy a verla siempre que puedo. Y si está de buenas y el rato de la visita es bueno, salgo de allí con una sensación interior que tiene algo de parecido con la esperanza. Puede que sea, sin más, un cierto alivio de conciencia.
Dicen que la esperanza es lo último que se pierde. Y yo digo, que la he perdido hace tiempo y que sé bien que lo último que se pierde es la vida.
Por eso continuamos, aunque no nos acompañe la esperanza, porque la Vida tira de nosotros hasta el final.